Cuántas veces, a lo largo de la historia, los seres humanos hemos querido transcender nuestra naturaleza. Transcender las necesidades del cuerpo, el hambre, o la sed... Cuántas escuelas filosóficas o espirituales han intentado estar por encima del dolor, y se han puesto a prueba con los más variados y crueles experimentos. Pero el hambre es la señal que nos avisa de que tenemos que buscar comida, o el dolor, la manera que tiene nuestro cuerpo de decirnos "algo pasa, atiéndeme". Es tentador pensar que podemos quitarnos esas herramientas tan desagradables, pero sin ellas, ¿estaríamos vivos en este mundo? (Hay una enfermedad bastante rara que consiste en no sentir dolor, y cualquiera puede decir que es una suerte. Sin embargo, esas personas no tienen mucha esperanza de vida).
Con las emociones ocurre un tanto de lo mismo. Sin ser aspirantes a faquir, quién de nosotros no ha pensado alguna vez: "Yo no debería sentirme así", o "yo debería estar por encima de todo eso", "eso no debería afectarme" o "es que yo no tengo por qué alterarme por esas cosas". El problema es pensar que deberíamos usar la razón, el cerebro más evolucionado, ante situaciones que requieren una respuesta emocional o una actuación inmediata. ¡Pero no podemos controlar que surja la emoción! Si nos hemos sentido atacados, si creemos que se están burlando de nosotros, si nos sentimos ofendidos, si perdermos algo, el cuerpo desatará la ira o la rabia o la tristeza, como primer recurso... Es inevitable. Pensamientos como: "No debería de haberme afectado", demuestran un querer controlar algo incontrolable y encima echarnos la culpa por ello. "Hay que ver cómo soy", "qué debilidad he demostrado", "yo debía estar por encima de todo eso"... no harán más que empeorar las cosas en nuestro interior, y desatar otras emociones, fruto de esos pensamientos.
Conocer cómo funcionan nuestros tres cerebros, y para qué, y darles a cada uno el papel que tienen, nos haría mucho bien. Cuando el cerebro del reptil diga: "Hay que comer", más vale hacerle caso. Cuando nuestro cerebro del mamífero haga surgir la emoción, es que por algo -real o imaginado- ha venido, y dejarla hacer o dejarla marchar. El cerebro más reciente solo debe intervenir para aprender sobre qué me está informando, o elegir, en algunos casos, cómo actuar, o discernir si ha aparecido por una situación real o es fruto de la imaginación.
Ser sabio no significa que no hagamos caso de las señales del cuerpo, no significa que no sintamos emociones, es más, cuentan que los maestros orientales cuanto más iluminados, más sensibles, y compasivos son. Significa, quizás, que no nos identificamos con ellas, que las vivimos sin aferrarnos, pero que no las rechazamos, sino que las aceptamos, como una parte de nuestra naturaleza humana.
Y es que somos humanos. Increíble y maravillosamente humanos, con todo lo que ello conlleva. Como el maestro de este cuento de Ramiro Calle:
Era
un maestro que predicaba la vacuidad e insustancialidad de todo lo
fenoménico e insistía en que todo era ilusorio y en que había que
contemplarlo todo como transitorio para desarrollar la visión correcta y
el desapego.
Un día unas fiebres malignas se llevaron a su único hijo. El maestro comenzó a llorar y sus lágrimas anegaron su sosegado rostro. Los discípulos le dijeron:
- Venerable maestro, pero si siempre nos has dicho que el mundo era ilusorio.
- Y así es, queridos míos, pero ¡es tan doloroso perder un hijo ilusorio en un mundo ilusorio!
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