31 de julio de 2015

CARTA DE AMOR A QUIEN VIVE CON NOSOTROS



El verano es un momento especial para las parejas. Para bien y para mal, tienen más tiempo para estar juntos, para disfrutar de la compañía sin el estrés excesivo del invierno o para tirarse los trastos a la cabeza por no poder aguantar las manías o los comportamientos del otro. 

En Sopa de Pollo para el Alma, Jo Ann Larsen escribe un relato contando una de sus experiencias en su matrimonio. Su marido Larry y ella eran una pareja normal. Atendían lo mejor que sabían las tareas de la casa y a los hijos, pero la rutina poco a poco iba adueñándose del hogar. Llegó un momento en que se culpaban por todo, que discutían por lo más mínimo y que centraban su mirada en lo negativo del otro. Pero un día Larry empezó a actuar de forma extraña y diferente. Bajo la incredulidad de Jo Ann, Larry comenzó a darle las gracias por todo cada día, reconocía sus esfuerzos o simplemente valoraba su compañía. Una vez que ella se acostumbró a la situación, empezó a notar que los sarcasmos, las ironías y los malos modos que ambos mostraban, iban disminuyendo y que se sentía más liviana y alegre. Nunca supo qué llevó a su marido a emprender ese cambio, pero como ella misma dice, "es un misterio con el que me encanta convivir".

Cuando nos enamoramos, la misma naturaleza se encarga de hacernos seleccionar los aspectos positivos de la otra persona e idealizarla. Hasta sus defectos nos gustan, distorsionados por la mano de la atracción. Es un mecanismo más que eficaz para impulsarnos a la pasión y a la reproducción de la especie. Pero pasa el tiempo. La venda que nos hacía no ver defecto alguno, cae y un día sin darnos cuenta, puede pasar que vayamos al otro extremo, a otra ceguera quizás aún peor: ver solo los aspectos negativos, mientras que los positivos quedan nublados por la fuerza de la rutina, el cansancio, las malas interpretaciones...


Si aprendiéramos, como Larry, a abrir los ojos y ampliar la mirada, a no quedarnos con solo una parte de la realidad de los otros, quizás las personas que nos rodean estarían más motivadas para sacar lo mejor de ellas mismas. Y aprenderían a su vez a vernos también en nuestra totalidad.


El ejercicio de escritura que propongo a continuación está extraído del libro de escritura terapéutica y tratará de ampliarnos esa mirada cuando vivimos en pareja:


Escribe una carta de amor a la persona de la que te enamoraste y con la que convives, resaltando las virtudes y cualidades que más valorabas de ella. Deberás redactar una nueva  cada día, manifestando cada vez más pasión e ilusión en la relación. Después de una semana escribiendo a la persona que fue, fíjate durante la convivencia en aquellas cualidades que siguen intactas y que tanto te enamoraron. Cuando creas estar preparado, redactarás una última carta de amor a la persona que es ahora, y si quieres, podrás entregársela.

12 de julio de 2015

AYÚDAME A MIRAR




Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
-¡Ayúdame a mirar!
 

Eduardo Galeano

Ayudar a mirar. Ese tendría que ser el primer objetivo de la educación. No solo enseñar a mirar la belleza, como dice este relato, sino a mirar la realidad más allá de las estructuras con las que la interpretamos y creamos, mirar no solo los errores, sino también los aciertos, mirar más allá de las etiquetas que a veces nos ponemos o ponemos a los otros, mirar lo que tenemos, no solo lo que nos falta, mirar los ojos de los demás, mirarlos más de cerca, con sus circunstancias y su totalidad, mirar más de lejos los pensamientos inútiles, el dolor innecesario. Mirar más allá de nuestra mirada simple, que tiende a creerse los "nunca", "siempre", los "todo" y los "nada", mirar más allá de los filtros que dejan fuera de nuestra mirada los detalles, los matices...

Pero para educar la mirada de los niños, haría falta que nosotros, los adultos, también tengamos la mirada educada, ampliada, porque, ¿cómo transmitir a alguien un color si nosotros tampoco lo vemos?, ¿cómo hacer que los niños no caigan en prejuicios si nosotros no hemos aprendido a ir más allá de ellos? Por eso tenemos que esforzarnos los adultos para salir de esa ceguera impuesta por una naturaleza que quiere que simplifiquemos las cosas y que ordenemos y "controlemos" el caos. Ella quiere facilitarnos la vida, pero como un caballo al que le ponen las orejeras o el tapa-ojos, solo vemos parte del camino.
  
Me pregunto cómo vería el mundo una persona a la que le han abierto, desde pequeño, la puerta a una realidad más rica. Viviría en un mundo diferente, en el que, por ejemplo, ese mar que se extiende ante sus ojos, no sería solo una bonita masa de agua, sino un acontecimiento extraordinario, un motivo para celebrar la vida, un trozo de nosotros mismos.


 

4 de julio de 2015

REAJUSTAR EL ALCANCE DE LA EMPATÍA






Podríamos investigar un poco y descubrir que hay miles de libros en el mundo a lo largo de nuestra historia, que hablan sobre el debate del bien y del mal. No voy a entrar en ese laberinto, pero sí me parece interesante analizar qué lleva al ser humano por un lado, a cometer las barbaries más terribles del reino animal y por otro, a tener los comportamientos más altruistas de todo el planeta. 


Detrás de las actuaciones egoístas o agresivas del ser humano -como de los demás animales- hay casi siempre unas necesidades insatisfechas, un deseo, un temor por la supervivencia o una falta de control sobre la realidad que quisiéramos fuera de otra manera. No podemos evitar que por naturaleza queramos nivelar lo que creamos injusto, atacar a cualquiera porque creamos que nos está atacando o que va a arrebatarnos lo que es nuestro, o conseguir lo que el otro tiene para satisfacer nuestros deseos. Esto lo vemos en muchos mamíferos, pero en el ser humano, su expresión y comportamiento pueden alcanzar extremos de crueldad insuperables. Una de las razones es que tenemos tres cerebros que a veces se ponen de acuerdo en la acción que quieren cometer. El cerebro más evolucionado, que piensa, prevé, planifica..., en vez de pararse a evaluar la situación, tranquilizar al cerebro del mamífero o ponerse en el lugar del otro, se pone a merced, con las artes más inteligentes que posee, de esos instintos. Por eso pueden convertirse en terribles, mucho más que los actos de otros animales cuando luchan por el territorio o la comida.  Los sistemas de tortura son un ejemplo de lo más claro. Usamos el cerebro superior para entender -no sentir-  el sufrimiento del otro y hacer un sistema de lo más eficaz para hacerle el mayor daño posible.


¿Pero esos actos son los que predominan en el mundo? ¿Son los que nos definen exclusivamente como humanos? Evidentemente no. Porque esos actos destruyen con mucha más rapidez que nuestra capacidad de construir, por lo que si fueran iguales en número a los de cooperación y ayuda, el mundo ya habría desaparecido. Somos más empáticos y bondadosos por naturaleza que agresivos, y si miramos atrás, por mucho que nos digan los noticieros, la agresividad va disminuyendo en la actualidad. Siempre ha habido y habrá mucha más empatía, solidaridad y alegría en el bien ajeno que sus contrarios. Y con la misma neocorteza cerebral estos actos de ayuda pueden llevarnos a los más extraordinarios ejemplos de altruismo del reino animal.


Le preguntaron a Frans de Wall, biólogo y primatólogo de la Universidad de Atlanta, qué cambiaría del mundo si fuese Dios, y él contestó: "Reajustaría el alcance de nuestra empatía", porque aunque como dice él, "la empatía humana está tan hondamente arraigada que casi siempre encontrará una manera de expresarse", también es cierto que somos más empáticos con el grupo al que pertenecemos, y eso es a lo que se refería este autor. Él quiere que superemos la tendencia a empatizar solo con nuestra gente o nuestro grupo. ¿Esto es posible? Gazzaniga, psicobiólogo americano, afirma que aunque no podemos evitar que el cerebro nos empuje a la agresividad o al prejuicio, porque a veces nos vienen muy bien para la supervivencia, los seres humanos siempre podemos regular las actuaciones que se derivan de esas emociones e instintos, siempre tenemos la última palabra. En eso sí tenemos libertad, aunque pensemos que nos gobiernan fuerzas descomunales de las que no podemos escapar. Afortunadamente el cerebro del ser humano es capaz de desarrollar este aspecto. Somos plásticos y -aunque no el tiempo que quisiéramos- también somos conscientes. Y con esas dos herramientas podemos educar al cerebro a ir más allá de la empatía natural que tiende a enfocarse casi siempre en nuestras familias o sociedades propias. En palabras de Frans de Wall: "Puede ser que no seamos capaces de crear al Hombre Nuevo, pero somos muy buenos modificando el viejo". Creo que si las sociedades se empeñaran en el desarrollo de la empatía, dentro y fuera de sus territorios, en beneficio de ellas mismas y de las demás, darían un paso más en nuestras tendencias, y el mundo sería otro,  mucho mejor. Ampliaríamos la mirada más allá de las fronteras que el cerebro diseñó para nuestra supervivencia. Y aunque suene a ciencia ficción, podríamos dirigir en este aspecto nuestra propia evolución.