Podríamos investigar un poco y
descubrir que hay miles de libros en el mundo a lo largo de nuestra historia,
que hablan sobre el debate del bien y del mal. No voy a entrar en ese
laberinto, pero sí me parece interesante analizar qué lleva al ser humano por
un lado, a cometer las barbaries más terribles del reino animal y por otro, a
tener los comportamientos más altruistas de todo el planeta.
Detrás de las actuaciones
egoístas o agresivas del ser humano -como de los demás animales- hay casi
siempre unas necesidades insatisfechas, un deseo, un temor por la supervivencia
o una falta de control sobre la realidad que quisiéramos fuera de otra manera.
No podemos evitar que por naturaleza queramos nivelar lo que creamos injusto,
atacar a cualquiera porque creamos que nos está atacando o que va a
arrebatarnos lo que es nuestro, o conseguir lo que el otro tiene para satisfacer nuestros deseos. Esto lo vemos en muchos mamíferos, pero en
el ser humano, su expresión y comportamiento pueden alcanzar extremos de
crueldad insuperables. Una de las razones es que tenemos tres cerebros que a
veces se ponen de acuerdo en la acción que quieren cometer. El cerebro más
evolucionado, que piensa, prevé, planifica..., en vez de pararse a evaluar la
situación, tranquilizar al cerebro del mamífero o ponerse en el lugar del otro,
se pone a merced, con las artes más inteligentes que posee, de esos instintos. Por eso pueden convertirse en terribles, mucho más que los
actos de otros animales cuando luchan por el territorio o la comida. Los
sistemas de tortura son un ejemplo de lo más claro. Usamos el cerebro superior
para entender -no sentir- el sufrimiento
del otro y hacer un sistema de lo más eficaz para hacerle el mayor daño posible.
¿Pero esos actos son los que
predominan en el mundo? ¿Son los que nos definen exclusivamente como humanos?
Evidentemente no. Porque esos actos destruyen con mucha más rapidez que nuestra
capacidad de construir, por lo que si fueran iguales en número a los de
cooperación y ayuda, el mundo ya habría desaparecido. Somos más empáticos y
bondadosos por naturaleza que agresivos, y si miramos atrás, por mucho que nos
digan los noticieros, la agresividad va disminuyendo en la actualidad. Siempre ha
habido y habrá mucha más empatía, solidaridad y alegría en el bien ajeno que
sus contrarios. Y con la misma neocorteza cerebral estos actos de ayuda pueden
llevarnos a los más extraordinarios ejemplos de altruismo del reino animal.
Le preguntaron a Frans de Wall, biólogo y
primatólogo de la Universidad de Atlanta, qué cambiaría del mundo si fuese Dios, y él contestó:
"Reajustaría el alcance de nuestra empatía", porque aunque como dice él, "la empatía humana está tan hondamente arraigada que casi
siempre encontrará una manera de expresarse", también es cierto que
somos más empáticos con el grupo al que pertenecemos, y eso es a lo que se
refería este autor. Él quiere que superemos la tendencia a
empatizar solo con nuestra gente o nuestro grupo. ¿Esto es posible? Gazzaniga,
psicobiólogo americano, afirma que aunque no podemos evitar que el cerebro nos
empuje a la agresividad o al prejuicio, porque a veces nos vienen muy bien para
la supervivencia, los seres humanos siempre podemos regular las actuaciones que
se derivan de esas emociones e instintos, siempre tenemos la última palabra. En
eso sí tenemos libertad, aunque pensemos que nos gobiernan fuerzas descomunales
de las que no podemos escapar. Afortunadamente el cerebro del ser humano es
capaz de desarrollar este aspecto. Somos plásticos y -aunque no el tiempo que
quisiéramos- también somos conscientes. Y con esas dos herramientas
podemos educar al cerebro a ir más allá de la empatía natural que tiende a
enfocarse casi siempre en nuestras familias o sociedades propias. En palabras de Frans de Wall:
"Puede ser que no seamos capaces de crear al Hombre Nuevo, pero somos muy buenos
modificando el viejo". Creo que si las sociedades se empeñaran en el
desarrollo de la empatía, dentro y fuera de sus territorios, en beneficio de
ellas mismas y de las demás, darían un paso más en nuestras tendencias, y el
mundo sería otro, mucho mejor. Ampliaríamos la mirada más allá de las
fronteras que el cerebro diseñó para nuestra supervivencia. Y aunque suene a
ciencia ficción, podríamos dirigir en este aspecto nuestra propia evolución.
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