“(...)
Finalmente intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:
-No es el hambre, el amor,
la ira ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia
naturaleza. Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo”.
Leon
Tolstoi
“Lo que cuenta para la selección natural
es la supervivencia de la especie. Ciertos instintos y capacidades
intelectuales que han ayudado a nuestra especie a prosperar a lo largo de los
últimos millones de años han creado ciertas consecuencias que son bastante
negativas para nosotros como individuos”.
Ronald Siegel
Se ha escrito mucho sobre la
felicidad. A lo largo del tiempo, han desfilado infinidad de libros que hablan
sobre qué significa o si es posible o no conseguirla. Parece que, aunque cada
vez se sabe más sobre ella, nadie llega a una simple y consensuada definición.
Y mucho menos, sabemos qué hacer para mantenerla todo el tiempo con nosotros,
ni siquiera si esto es posible. Lo que sí parece es que, a la vista de las
veces que nos quejamos, de la percepción casi constante de que algo nos falta,
o de lo preocupados que estamos por un sinfín de problemas, los malestares
ocupan un espacio demasiado grande en nuestra vida diaria. Por eso, quizás es
más útil, no ocuparnos de momento de la felicidad, sino aliviar primeramente
nuestras infelicidades.
Cada vez hay más teorías que
hablan de cómo hacerlo, pero se centran principalmente en describir cómo
procedemos y en proponer soluciones. Nos regalan técnicas para superar los
miedos, para quitarnos el ego, los apegos, para vivir el presente, para vaciar
nuestra mente de pensamientos... Pero lo
que no nos cuentan es algo que podría al menos tranquilizarnos y ayudarnos a
conocernos y a aceptarnos: por qué nuestra naturaleza tiende a hacer
¡precisamente lo contrario! No nos parece raro que un mecánico de coches, para
arreglar una avería, deba conocer cómo funciona el motor. Sin embargo, los
humanos nos conformamos con poner parches a nuestra infelicidad o a nuestras
insatisfacciones, sin conocer profundamente el funcionamiento de nuestras
emociones, pensamientos o comportamientos, sin viajar a la raíz del asunto.
Lo primero que tendremos que
aceptar es que a la naturaleza lo que le interesa primeramente no es que seamos
felices, sino que sobrevivamos, y a veces estos dos objetivos andan en
contradicción, precisamente por la falta de conocimiento y conciliación entre
ambos. No le importa que no estemos plenamente conscientes todo el tiempo, ni
que sintamos más ansiedad de la necesaria ante acontecimientos poco peligrosos,
ni que nos inventemos miedos, ni que nos apeguemos a los deseos, ni que
sintamos insatisfacción por no poder conseguir todo lo que nos rodea...
Mientras que no sean impedimentos para sobrevivir, estas herramientas tan
útiles en muchos casos, viven con nosotros aunque a menudo nos lleven por el
camino de la infelicidad.
Lo cierto es que con el
objetivo de la supervivencia, nacemos con unas características, unos recursos o
unas herramientas, que nos vienen de fábrica, por lo tanto, no deben ser tan
negativas, puesto que nos han hecho sobrevivir durante milenios. “No puede
ser que mecanismos que fueron creados hace 50.000 años en nuestro cerebro no
sirvan para nada, salvo para molestar”, escribe Jorge Tirapu, en su libro ¿Para
qué sirve el cerebro? El problema no estaría entonces en ellas, sino en
nuestra ignorancia a la hora de saber para qué sirven, cómo funcionan y cómo
usarlas. Porque si hay algo seguro es que casi todo aquello con lo que nacemos,
es útil o lo ha sido en un pasado. Solo que no venimos, como los demás aparatos
que tenemos en casa, con un manual de instrucciones. Más bien somos como un niño que tiene en sus
manos un martillo y que en vez de ponerse a construir, se dedica a dar
martillazos a todo lo que le rodea, incluido él mismo, por no saber ni cómo
funciona la herramienta ni para qué sirve.
Por otra parte, tenemos una
predisposición innata a centrarnos en nuestros malestares, dolores o
insatisfacciones. Llevamos milenios haciéndolo. Y es que de otro modo, la
especie no hubiera sobrevivido. Es, cuando perdemos el equilibrio, o cuando
algo nos duele o cuando se desata alguna emoción, el momento en que nos
percatamos de la estabilidad, de la salud o de la felicidad perdidas. Y
entonces decimos: “¿Por qué no supe valorarlo, por qué no fui consciente de la
felicidad que tenía, o por qué no me di cuenta de lo sano que estaba?” Pues
simplemente porque no estamos diseñados para ello. Para sobrevivir hay que
estar pendientes de si algo va mal; que las cosas vayan bien, no es tan
relevante. Percatarnos de los buenos momentos es estar atentos, más allá de
nuestras tendencias, a ese estado donde nada malo ocurre. Sea lo que sea la
felicidad, debemos aceptar que requiere
un esfuerzo de ir más allá de nuestra simple mirada humana, que tiende a
centrarse en nuestros sufrimientos, pérdidas, miedos, o contradicciones.
Pero esto no quiere decir en
absoluto que nuestra naturaleza esté diseñada para hacernos infelices. Ni mucho
menos. Es más, muchas de las características positivas que mejor nos definen,
como la capacidad de superar los problemas, o adaptarnos a ellos, o mantener la
esperanza en tiempos de crisis, han sido, son y probablemente seguirán siendo,
útiles para la supervivencia en un mundo a veces hostil y complejo. Son
ejemplos de ello la alegría, el optimismo, la ilusión, el placer, la
cooperación, la tolerancia, la compasión... Pero lo cierto es que, aunque no
estemos diseñados para la infelicidad en sí, esta tiende a llamar demasiado la
atención, y muchas de nuestras estructuras mentales y emocionales, sin un buen
uso, pueden llevarnos a ella.
Conocer todo esto podría
librarnos también de gran parte de la culpa que sentimos, por creer que muchas
de las características que nos definen son producto de nuestro propio e
individual carácter. A menudo nos sentimos culpables por nuestra presunta falta
de control mental o emocional, por preocuparnos demasiado, por apegarnos a las
personas, por sentir miedo a la soledad, por no vivir con intensidad el
presente... pero nadie nos enseña que todo esto tiene un sentido, que venimos
de unos ancestros preocupados, miedosos, o con una tendencia feroz a pertenecer
a grupos, y que los individuos que nacían despreocupados, confiados o
solitarios, no sobrevivieron. Saber por qué somos como somos, cómo venimos de
fábrica, podría al menos tranquilizarnos. Como afirma R. Siegel, “nos
empeñamos en echarnos la culpa en vez de darnos cuenta de que la mayor parte
del sufrimiento humano procede de nuestra historia evolutiva, así como de
nuestra constitución biológica y nuestra condición existencial. Al no ver que
el sufrimiento procede de hábitos universales de la mente más que de nuestros
fallos personales estamos agravando más aún nuestras dificultades”.
Parece ser que las demás
especies no tienen los mismos problemas que nosotros. No necesitan ese manual
de uso porque su lucha es casi exclusivamente por la supervivencia. Nacen más
“programados” y con cerebros menos complejos que el nuestro. Cuando una gallina
se lleva la mitad del día picoteando lo que encuentra a su alrededor, no
reflexiona que no puede dejar de hacerlo y que se siente esclavizada e
insatisfecha por esa acción automática. Sabe perfectamente lo que hacer en cada
situación, y parece no plantearse conseguir más libertad, ni mucho menos
aquello que nosotros llamamos felicidad. Sin embargo, aunque los seres humanos
nacemos con unas estructuras determinadas -también poseemos una
“programación”-, somos además un animal que dispone de una corteza prefrontal
-la parte más evolucionada de nuestro cerebro-, relativamente reciente, que nos
permite tomar el mando. Esto puede hacernos trascender el determinismo al que
estamos sometidos. O sea, estamos determinados por nuestra sensación de hambre,
que nos obliga a buscar comida, pero podemos elegir no comer en absoluto por rebeldía,
hacer dieta, ser vegetarianos o dar nuestro único pedazo de pan a nuestros
hijos. Pero este salto evolutivo que nos regala esa libertad, tiene sus
consecuencias. La conciencia de estar vivos, de percatarnos de nuestras
emociones, pensamientos y conductas, de
poder elegir, nos obliga a plantearnos cuestiones que no tienen nada que ver
con la supervivencia y que a menudo hasta chocan con ella, en la búsqueda de
algo tan humano como misterioso, que es la felicidad.
Este libro tiene dos
objetivos fundamentales. El primero pretende hacernos tomar conciencia de los
“martillos” mentales, emocionales y conductuales que hemos logrado a base de
evolución para sobrevivir. Y es que nuestra propia complejidad y falta de
autoconocimiento hacen que estas herramientas no se utilicen para lo que están
hechas, sino que nos posean, y que nos lleven en bastantes ocasiones por el
camino de la amargura. El segundo consiste en ampliarnos la mirada para que
aprendamos a manejar y a veces transcender esas tendencias ancestrales. Sea lo
que sea la felicidad, si no puede gozarse de manera constante, al menos,
conociendo qué nos lleva a buena parte de nuestras infelicidades, podremos
despejar el camino hacia ella y quitarnos de los ojos la venda que a veces la
esconde.
En el capítulo uno, se
analizarán las cuatro causas básicas del origen de la infelicidad, que tienen
que ver con nuestra propia naturaleza como especie. La primera trata del mal
uso y gestión de nuestras herramientas evolutivas útiles. La segunda, de la
existencia de herramientas inútiles, que ya no nos sirven en nuestras
sociedades modernas. La tercera, de las contradicciones y luchas entre las
diversas partes que componen nuestro cerebro, construidas una tras otra a lo
largo de la evolución. Y por último, de cómo nuestro desconocimiento sobre
estas causas y estas herramientas, nos lleva a la desorientación y al
desasosiego. Veremos que elaborar el manual de instrucciones que a la
naturaleza se le olvidó regalarnos tiene sus dificultades, pero que gracias a
los nuevos descubrimientos neurológicos y con un poco de voluntad por nuestra
parte, es posible hacerlo.
El capítulo dos estará
dedicado al conocimiento de los más importantes recursos instintivos y
emocionales que pueden llevar a provocarnos infelicidad en nuestro día a día.
Hablaremos de su utilidad, sus funciones y las trampas en las que nos pueden
hacer caer si no aprendemos a aceptarlas, conocerlas y gestionarlas. También se
darán ejercicios y estrategias para ello.
En el capítulo tres se
analizarán las estructuras cognitivas -mentales- que nos llevan a generar
diariamente creencias de todo tipo, distorsiones, pensamientos automáticos y
contrafactuales -aquellos que nos permiten situarnos en el pasado y en el
futuro-, y los problemas que pueden derivarse de ellas. También irán
acompañadas de ejercicios.
En el capítulo cuatro se
hará una reflexión sobre la importancia de educar a las nuevas generaciones en
estos aspectos de nuestra naturaleza. Con ello podríamos evitarles muchas de
las infelicidades y contradicciones que nosotros padecemos.
Sin caer en la falacia de
control -engaño evolutivo que nos hace creer que podemos controlarlo todo-,
este libro pretende enseñarnos que podemos, en la medida de lo posible,
aprender a saber cuáles son nuestras barreras e inclinaciones, y los límites de
nuestra plenitud personal. Si no podemos llegar a conseguir una felicidad
continua, al menos, desarrollemos otra felicidad más realista y más compatible
con nuestra naturaleza.
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