29 de abril de 2015

LA LUCHA ENTRE HERMANOS

A menudo, vemos a nuestros hijos pelear, y pensamos como padres: "Mis hijos no dejan de pelearse, qué mal se llevan, siempre discutiendo, no se soportan". Esto lo vivimos como si no hubiéramos sabido inculcarles buenos modos, o una forma sana de relacionarse, o como si su peculiar carácter -irritable, celoso, egoísta...-  los llevara a estar guerreando cada día.


Pero trasladémonos a miles de años atrás. Nacemos en una familia de ocho miembros. La comida escasea, mamá solo hay una. ¿No veríamos a nuestros cinco hermanos como un grupo de rivales, individuos con los que luchar por la atención materna, por el agua o por el pan?

Cuando nuestros hijos se pelean quizás estén respondiendo a un instinto más que consolidado en la naturaleza, un instinto que les dice: "Tienes que ser el primero en llegar, tienes que coger el trozo más grande de carne, tienes que conseguir que mamá te atienda a ti. Esto te enseñará a ser competitivo en la sociedad cuando seas adulto". Antes, fue más que necesario para la superviviencia; ahora, les servirá más que nada para sacar de quicio a los padres y para que los pequeños se vean enredados en porfías y competiciones que les haga la vida un poco más desagradable. Entonces vamos por la calle y nos encontramos a un vecino o estamos en el parque y hablamos con otros padres, o comentamos en familia: "Qué mal se llevan mis hijos". Y con esta idea simplificadora, pasamos por alto las veces que juegan o lo pasan bien o se dan un abrazo.

Porque si nos fijamos bien en todos sus comportamientos, si no centramos solo la atención en las veces que se tiran los trastos a la cabeza, vemos que otro instinto también se impone ante ellos: es la fuerza de la cooperación, de la ayuda, de la protección, de la risa, del juego. Quizás si nos ocupáramos de abrir los ojos a esta realidad, si potenciáramos este aspecto y no nos centráramos en el otro, le quitaríamos tanta importancia a la manifestación de unas tendencias ancestrales que tienen fecha de caducidad. Ya sabemos cuántas veces los hermanos al crecer y dependiendo de sus afinidades, se vuelven inseparables una vez que los objetos de disputa de la niñez desaparecen, una vez que su cerebro más evolucionado está totalmente desarrollado.

Saber todo esto puede tranquilizarnos, sin que eso nos quite de inculcarles cada día formas más sanas de relacionarse y respetarse.

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