Hace unos días entré en una tienda de mi barrio. Enseguida
me di cuenta de que la dueña, Mercedes, estaba nerviosa e irritada. Me contó
que acababa de tener un episodio bastante desagradable con una señora que no
hacía más que dejarle a deber dinero. Como esa situación llevaba repitiéndose
dos años, su paciencia había llegado al límite y esa mañana le dijo a la señora
que no volvería a atenderle, hasta que no le pagara lo que le debía. A la
clienta, como es de suponer, no le sentó nada bien oír esto, y por aquello de que no hay mejor defensa que un
buen ataque, empezó a insultarla, a gritarle, y a decirle que nunca más
entraría en la tienda. Cuando yo entré, Mercedes estaba aún en un estado
emocional alterado y enseguida me dijo que el corazón le latía muy fuerte y que
se iba a tener que tomar ¡una pastilla para relajarse!
Nos hace falta conocimiento emocional. Queremos que las
emociones se apaguen como si pudiéramos darle a un interruptor y aquí no ha pasado
nada. Como no funcionan así y no lo sabemos, como creemos que son eternas y nadie nos ha enseñado que su naturaleza es efímera, pensamos que tenemos que intervenir
en el proceso, intentando quitárnoslas
con nuestra corteza cerebral más evolucionada, aquella que piensa y razona. Pero
ella poco puede hacer. Es el organismo el que ha desatado la emoción y es él el que
deberá regularse; solo hay que darle su tiempo.
Los mamíferos no humanos
también se irritan, también sienten emociones, pero ellos, al carecer de la
parte más reflexiva de nuestro cerebro, dejan que la emoción se pase cuando ya
ha hecho su función, le dan tiempo al organismo para que se regule y él eficientemente
lo hará. Mercedes -y la mayoría de nosotros- no sabe esto. No
sabe que aunque sea desagradable, es del todo natural seguir sintiendo algún tiempo después la huella emocional. Nadie le ha enseñado que debe dejar que el
cuerpo se regule solo y mientras tanto, aguantar el tirón. Una pastilla no
hará más que darle algo que no necesita -aparte de efectos secundarios-, crear dependencia, y seguir alimentando esa
dictadura de la inmediatez que está consolidándose en nuestras sociedades.
Ojalá nos hubieran enseñado desde pequeños a no hacernos demasiado caso cuando nuestra vocecilla mental quiere inmiscuirse demasiado en tareas que no le pertenecen, y a esperar pacientemente a que se marche la emoción cuando haya hecho lo que tenía que hacer, como haría tranquilamente una gacela.
Ojalá nos hubieran enseñado desde pequeños a no hacernos demasiado caso cuando nuestra vocecilla mental quiere inmiscuirse demasiado en tareas que no le pertenecen, y a esperar pacientemente a que se marche la emoción cuando haya hecho lo que tenía que hacer, como haría tranquilamente una gacela.