A menudo, vemos a nuestros hijos pelear, y pensamos como padres:
"Mis hijos no dejan de pelearse, qué mal se llevan, siempre discutiendo,
no se soportan". Esto lo vivimos como si no hubiéramos sabido inculcarles
buenos modos, o una forma sana de relacionarse, o como si su peculiar carácter
-irritable, celoso, egoísta...- los
llevara a estar guerreando cada día.
Pero trasladémonos a miles de años atrás. Nacemos en una familia de ocho miembros. La comida escasea, mamá solo hay una. ¿No veríamos a nuestros cinco hermanos como un grupo de rivales, individuos con los que luchar por la atención materna, por el agua o por el pan?
Cuando nuestros hijos se pelean quizás estén respondiendo a un instinto más que consolidado en la
naturaleza, un instinto que les dice: "Tienes que ser el primero en
llegar, tienes que coger el trozo más grande de carne, tienes que conseguir que
mamá te atienda a ti. Esto te enseñará a ser competitivo en la sociedad cuando
seas adulto". Antes, fue más que necesario para la superviviencia; ahora,
les servirá más que nada para sacar de quicio a los padres y para que los
pequeños se vean enredados en porfías y competiciones que les haga la vida un
poco más desagradable. Entonces vamos por la calle y nos encontramos a un vecino o estamos en el parque y hablamos con otros padres,
o comentamos en familia: "Qué mal se llevan mis hijos". Y con esta idea
simplificadora, pasamos por alto las veces que juegan o lo pasan bien o
se dan un abrazo.
Porque si nos fijamos bien en todos
sus comportamientos, si no centramos solo la atención en las veces que se tiran
los trastos a la cabeza, vemos que otro instinto también se impone ante ellos:
es la fuerza de la cooperación, de la ayuda, de la protección, de la risa, del
juego. Quizás si nos ocupáramos de abrir los ojos a esta realidad, si
potenciáramos este aspecto y no nos centráramos en el otro, le quitaríamos
tanta importancia a la manifestación de unas tendencias ancestrales que tienen
fecha de caducidad. Ya sabemos cuántas veces los hermanos al crecer y
dependiendo de sus afinidades, se vuelven inseparables una vez que los objetos
de disputa de la niñez desaparecen, una vez que su cerebro más evolucionado
está totalmente desarrollado.
Saber todo esto puede tranquilizarnos, sin que eso nos quite de inculcarles cada día formas más sanas de relacionarse y respetarse.
Saber todo esto puede tranquilizarnos, sin que eso nos quite de inculcarles cada día formas más sanas de relacionarse y respetarse.